Cementerio de Alcoy, 2018, un sitio fascinante.
Estimado lector, no suelo colgar cuentos largos en mi blog para no aburrir a los que me seguís, pero le tengo cariño a este cuento que escribí ya hace bastantes años. No es de mis mejores pero no por eso deja de ser uno de mis favoritos. Es un cuento que refleja todo el cine de serie B que he visto desde pequeña. Todas esas películas que sigo amando y disfrutando con Boris Karloff, Vincent Price, Bela Lugosi y demás actores de la misma era. Así que poneros cómodos, relajados y espero que disfrutéis este pequeño viaje conmigo.
La odiaba. Odiaba sus
modales. Su forma de entrar en una habitación y ordenar lo que ya estaba
ordenado. Su risa falsa y estridente cuando teníamos invitados. Odiaba el ruido
que hacia al masticar cuando cenaban solos. La forma en que decía su nombre con
ligero desprecio, como si él fuese un don nadie, aunque era él quien le
proporcionaba todos sus lujos.
La odió desde el primer
día en que la conoció. Su padre le había informado por la mañana de que tenía
que estar en casa para el té de la tarde; iba a conocer a su prometida. Así,
sin más. Él sabía que ese día llegaría, pero esperaba conocerla en algún baile
o evento social. Esperaba que a él le agradase, que reuniese los requisitos
para poder ser la esposa del próximo duque de Hartford. Pero, ¿una desconocida?
Se intentó animar a sí mismo; seguro que era agradable y correcta como lo eran todas
las jovencitas de la alta sociedad.
Cuando llegó la hora
del té, se encontró con una joven que no era ni guapa ni fea. Tenía modales
dulces, mirada sumisa; reunía todos los requisitos para ser su esposa. Después
del té, los padres de ambos les sugirieron que diesen una vuelta por los
jardines para que fueran conociéndose mejor. Una vez fuera del oído de sus
padres, ella cambió radicalmente. Su mirada se volvió impertinente y
calculadora.
Le comentó que había
esperado a un hombre más guapo e interesante, pero que lo importante no era su
apariencia, sino el título que poseía. Sería la próxima duquesa de Hartford, ¡qué
regocijo le proporcionaba poder decírselo a todas sus amigas! Le tendrían envidia.
Daría fiestas lujosas sin escatimar en gastos. Lo primero que haría, según
decía, sería redecorar todas las casas que él poseía, pues no estaban a la
altura de los gustos de ella: había poco lujo.
Ella prosiguió sin ni
siquiera mirarme a la cara. No se pudo percatar de mi expresión de espanto al
no percibir límites en su frialdad o en su desmesurada avaricia. Estaba
espantado de lo que tenía a mi lado, pensando que tendría que pasar el resto de
mi vida unido a esa víbora. No tenía duda de que, si le daba rienda suelta,
acabaría con la fortuna del ducado de Hartford en muy poco tiempo.
Busqué a mi padre en la
biblioteca en cuanto ella se hubo marchado. Cuando entré se fijó en mi cara pálida,
se recostó en su sillón, y me miró largo rato con la cara muy seria. Me dijo
que no hablase, sabía lo que iba a decir, pero la decisión estaba tomada. Me
dijo que los nuestros no se casan por amor, sino por juntar grandes fortunas y
familias de renombre. Resultaba que nosotros ya no teníamos tanta fortuna como yo
pensaba. Esta unión sanearía las cuentas y, con unas inversiones más sabias que
las que él había hecho, los beneficios se podrían triplicar. Le pregunté a mi
padre si ella o sus padres sabían del estado de nuestras finanzas. Me dijo que
no, y que no se enterarían si él podía evitarlo. No quería arriesgarse a que
rompiesen el compromiso. Le dije que en cuanto me casase con ella requeriría poder
llevar todas las finanzas. Quería que lo dejase todo en mis manos. Era
exactamente lo que mi padre tenía en mente, poder retirarse a su finca en el
campo y pasar el resto de sus días cazando sin preocupaciones. Me dijo que
tenía plena confianza en mí respecto a las finanzas del ducado.
Estaba en un callejón
sin salida. Antes de la boda, me dediqué a estar lo más lejos de ella y de
cualquier preparativo. Me centré en mis libros y estudios de botánica para
entretenerme y no tener que pensar, y también en el estudio de nuestras
finanzas. De vez en cuando me cruzaba con mi padre, él me daba una palmada en
los hombros a la vez que me repetía que, en cuanto tuviese un heredero, ya no
tendría que pasar nada de tiempo con ella. Me decía que eso era lo que hacían
los nuestros; dormitorios separados y vidas también. Solo las apariencias
importaban. Sin embargo, yo me ahogaba en mi angustia.
Ante todo, no estaba
dispuesto a que la víbora supiese que necesitábamos su dinero. Ya había
realizado algunas inversiones, a mi parecer rentables, con lo poco que quedaba
de nuestro dinero. Procedería con la misma cautela con la dote de la boda. Sabía
que me esperaban meses de angustia financiera. Pensaba que no podría negarle a
la víbora desde el principio los lujos a los que estaba acostumbrada, de lo
contario sabría que algo ocurría. Eso sí, tendría que dejar claro que de
redecoraciones y fiestas de lujo habría lo justo. La pelea estaba servida, pues
la caprichosa se pensaba que iba a tener rienda suelta.
No recuerdo casi nada
del día de la boda, todo está borroso, aunque sí recuerdo algo de esa noche.
Pensé en que cumpliría con mi deber aquella noche y que jamás la volvería a
tocar. Decidí que no tendría un heredero con esa mujer, me negaba a que su
descendencia se mezclase con la mía.
Durante el banquete bebí
todo el alcohol que pude aguantar sin perder el conocimiento. Aquella noche, al
subir al carruaje con ella, me dormí de camino a casa, enseguida. El mayordomo
me despertó y me ayudó a llegar a mis aposentos, allí esperaba mi ayuda de
cámara. Este se asombró al ver mi estado, pues normalmente yo no bebía, pero me
trajo una botella de brandy cuando la pedí. Llevaba media botella cuando me dirigí
hacia los aposentos de esa mujer. Todo daba vueltas. La vi al entrar, tenía el
semblante serio y lleno de desprecio al notar que me tambaleaba. Comentó indignada
que esa no era una buena forma de empezar nuestro matrimonio y que nadie le
había dicho que yo era un borracho degenerado.
Me acerqué a la cama y
me recosté en ella. Le dije que apagase las luces. Ella protestó, alegando que tenía
miedo de la oscuridad. Las apagué yo. Por sus mejillas se deslizaban lágrimas
que solo conseguían enfurecerme más. Volví a la cama. Casi me caigo en la
oscuridad, pero estaba seguro de que no podría cumplir con mi deber si tenía
que verle la cara. Me incliné sobre ella, la destapé con brusquedad y le
levanté el camisón. Ella empezó a forcejear y a pegarme. Le sostuve las manos y
la penetré mientras ella gritaba de dolor. Iba tan bebido que me bastó solo eso
para terminar.
Me levanté de la cama
con prisa, quería lavarme cuanto antes. Ella lloraba como una loca y seguía
chillando en la oscuridad. Al encender la luz de golpe, cosa que no se
esperaba, vi que no había una sola lágrima en su cara, sino que era todo
dramatismo. Quería que los criados oyesen sus gritos y llantos. La agarré del
brazo para levantarla, y le di una bofetada tremenda. Qué satisfacción me dio
ver su expresión y las lágrimas cayendo de verdad. Esta vez lloraba en
silencio, con la mano puesta en la mejilla roja. Me miraba atónita. Ella no
había calculado bien mi carácter. Esto no se lo había esperado en absoluto.
La miré largamente, con
frialdad y asco. Al rato, me di la vuelta y me marché. Jamás volví a entrar en
esa habitación después de aquella noche. Antes de dormirme, recé, rogando no
haberla dejado embarazada. Pasado el tiempo agradecí que alguien hubiese oído
mis plegarias; nunca tuve descendencia con ella.
Pasaron dos largos años.
Al principio de nuestro matrimonio, ella intentó presentarme una fachada
distinta a la que yo sabía que había. Dejó de fingir en cuanto vio que sus
artimañas de amor y bondad fingidos solo conseguían la misma indiferencia y
frialdad por mi parte. Entonces, empezaron los gritos de ira al ver que no
conseguía todo lo que quería. Le daba igual si los criados estaban presentes,
pero con otro público se comportaba como un ángel. Como decía mi padre; las
apariencias eran lo único que importaba. Mientras tanto, yo pasaba la mayor
parte del tiempo dentro de mi laboratorio, obsesionado con mis experimentos en
botánica y ciencia, llevaba con sumo cuidado mis inversiones que, efectivamente,
se triplicaron en poco tiempo, y disfrutaba con placer mis lecturas.
Solo la veía en las
comidas y cenas. Además, normalmente, ella procuraba que siempre hubiese
invitados, ya que tampoco soportaba pasar tiempo a solas conmigo. Ella llevaba
una vida cómoda hasta el punto que yo permitía.
Recuerdo la sorpresa que
se llevó al principio de casarnos. En su primer día de compras, todos los
comerciantes que visitaba le indicaban que podría hacer pedidos, pero que el
Duque de Hartford había dado órdenes expresas de que él tendría que aceptar las
compras. Ese día se palpaba su furia cuando entró en mi despacho. Creo que sus
gritos se oyeron en todo el castillo. Me dio cierta satisfacción verla perder
los estribos. Lo que más la sacaba de quicio era mi frialdad, dijese lo que
dijese nunca me alteraba ni levantada la voz al dirigirme a ella. Y, por supuesto,
yo jamás discutía. Le decía lo que había y, mientras ella despotricaba ante mí,
la miraba sin más. Al principio, esto la enfurecía más, pero, con el paso del
tiempo, comprendió que si quería algo de mí tendría que pedirlo en voz baja y
con educación. Ella jamás supo esconder lo mucho que me odiaba. El sentimiento
era mutuo.
Como he mencionado, llegamos
a nuestro segundo año de matrimonio infernal. Una noche, ella me informó, siempre
a través de una nota, de que habría invitados. Cuando llegué al salón saludé a
los conocidos, después se fueron presentando los que no conocía. Había un
muchacho joven, más o menos de mi edad. Vimos rápidamente que teníamos las
mismas pasiones por la ciencia. Era alemán, no era un noble, pero su familia
poseía unos de los mayores conglomerados de tintes de Europa, lo cual le hacía
digno de la alta sociedad. Después de la cena, antes de irse, le invité a que
viniese al día siguiente, pues quería enseñarle mi laboratorio con mis últimos
experimentos. Aceptó de muy buen gusto y quedamos por la mañana.
Tuvimos una mañana muy
interesante. Conversamos largamente sobre los tintes y su complejo proceso. Me enseñó
la manera de conseguir ciertos colores, y me habló de las pruebas que se hacen en
distintos tejidos para dar con un color exacto. Lo encontré fascinante y me pasé
las siguientes semanas haciendo mis propios experimentos en seda, algodón y
lana.
Una tarde mi mayordomo
me trajo una invitación a un baile que se celebraría a final de mes en Londres. Serían tres días de festejos por la
boda de la hija de un amigo. Informé con una nota a la duquesa y mandé
instrucciones para que se preparase nuestra vivienda de Londres. Disfruté mucho
el comienzo de la primera noche de ese baile, viendo a viejos amigos y hablando
con conocidos mientras la duquesa se entretenía bailando y cotilleando con sus
amigas. Ella llevaba un vestido de seda en color verde oscuro; su favorito. Yo
lo encontraba de mal gusto, puesto que, junto con su pelo rojo oscuro y su piel
blanca, llamaba mucho la atención. Por supuesto, era algo que ella procuraba
por todos los medios.
Después de la cena me
encontré cansado, ese tipo de galas no eran del todo de mi agrado. Decidí
buscar a mi esposa e informarle de que me marchaba. Enviaría de vuelta el
carruaje para que la esperase al terminar la velada. No la encontré por ningún
lado. No estaba en ninguno de los salones, tampoco en el baile. Aunque había
muchísima gente, pensé que la vería con ese vestido tan llamativo y
vulgar.
Finalmente, me encaminé
a los jardines. Había muchos invitados en las terrazas. Una vez me hube
adentrado en el jardín, lo único que veía eran amantes entrelazados en las
sombras y algunos hombres haciendo algún que otro negocio turbio en la
oscuridad. Estaba a punto de darme la vuelta y entrar de nuevo, pero escuché su
risa. Era inconfundible. La odiaba tanto que la hubiese reconocido incluso en
el salón de baile atestado de invitados. Me encaminé en silencio en la
dirección de la que provenía y, escondiéndome bien entre la oscuridad, la vi
allí.
Estaba en brazos del último
donjuán por el que todas las jovencitas suspiraban. Él y sus rizos dorados. Las
madres procuraban que no se acercase a ellas debido a su peligrosa reputación. La
parejita estaba besándose y conversando. Ella le profesaba su más absoluto amor
y le pedía que la hiciese suya. Mirándola a los ojos con su cara de pato
mareado, él le indicó el lugar en el que podían quedar al día siguiente.
Me volví a la sala de
baile y encontré allí a su mejor amiga. Le indiqué que informase a la duquesa
de que me marchaba y salí de allí a toda prisa, no podría soportar cruzarme con
ella. ¡Cómo no se me había ocurrido que esto podía pasar! Nunca antes había
pensado en que podría llegar un día en que me dijese que estaba embarazada de
otro. ¡Tendría que criar al hijo de un cualquiera con tal de no ver el ducado
envuelto en un escándalo! ¡Cómo disfrutaría ella de su venganza! Pero la
venganza es mejor servirla fría y yo ya había empezado a hacer mis planes.
No se me ocurrió una
mejor manera que conseguir un tinte en seda del verde más maravilloso posible. Un
tinte que ya había conseguido, pero que había tenido que desechar por las
cantidades de arsénico utilizadas para ello. Recuerdo el día que vi el trozo de
tela. Pensé que era un color divino y que me hubiese gustado compartirlo con mi
amigo de Alemania. Había hecho pruebas envolviendo uno de los ratones de
laboratorio que tenía, quería ver si le afectaba el arsénico de alguna forma
perjudicial. Cuál fue mi asombro cuando al final del día el ratón estaba débil,
sin apetito. Le quité la tela, pero a la mañana siguiente siguió empeorando. Al
tercer día, le salieron unas llagas horribles y tenía una fiebre muy alta. Murió
al quinto día. Descarté el experimento como fallido y seguí con otras ideas. No
me había vuelto a la mente hasta el momento en el que salí del baile.
Nadie sospecharía de un
vestido nuevo. La muerte sería lenta y desconocida para los médicos. Una muerte
rápida daría sospechas de envenenamiento, pero yo ya había experimentado sobre
el ratón y sabía los resultados. Uno de los problemas a resolver, era encontrar
a una modista humilde y necesitada que viviese lejos de la zona. La modista
debería poder hacer el vestido en dos días, puesto que ella enfermaría y
moriría también. El otro problema que se me ocurrió, era cómo hacerle llegar el
vestido haciendo creer que era de su amante. En definitiva, problemas de fácil
resolución.
En cuanto tuve a la
modista, que vivía en otro condado, robé de su vestidor un vestido que no se
ponía y que no echaría de menos. Un fin de semana, tras informar de que
visitaría a caballo a unos amigos en Londres, se lo llevé a la modista para que
lo hiciese en esa misma talla. Lo recogí dos días después, envolviéndolo con
cuidado, usando unos gruesos guantes de piel. La modista me dio pena, no soy un
asesino despiadado, pero no había otra forma. Cuando le pregunté cómo se
encontraba, tenía los ojos hundidos y decía sentir debilidad y angustia. Le pagué
el triple por el trabajo. Su mirada de agradecimiento me hizo sentir
fatal.
Ese miércoles, ya de camino
a casa, me crucé con un hombre labrando su cosecha. Le pregunté si estaba
interesado en recibir una buena suma de dinero, a cambio de entregar un paquete
en la finca de los duques de Hartford ese mismo viernes. Me dijo que lo haría
con mucho gusto. Le entregué el paquete y, guiñándole un ojo, le dije que era
para la duquesa. El hombre se rió. Me había entendido a la perfección. Pensaba que
tenía un lio amoroso con la duquesa y que quería enviarle un regalo.
Teníamos invitados que
se quedaban a dormir todo el fin de semana. Era la coartada perfecta. Al ver el
vestido con la nota falsa de su amante, ella no tardaría en querer lucirlo esa
misma noche. De este modo, me aseguraba de que su doncella no manipulase el
tejido demasiado. No quería que la doncella muriese, solo que estuviese
indispuesta como su señora. El médico no sospecharía de ningún envenenamiento
si veía que no solo la duquesa enfermaba.
Todo salió a la perfección.
El vestido llegó según lo acordado. Recuerdo su cara a la hora de tomar el
almuerzo. Me miraba triunfante. Me estaba siendo infiel bajo mis propias
narices. Pensaba que yo era un idiota y que esa sería su venganza contra mí.
Fue una velada
agradable; había buenos amigos míos de cuya compañía disfrutaba mucho. Ella entró
dramáticamente con el vestido verde. Las demás mujeres exclamaron al verla, puesto
que el vestido resaltaba su belleza. Lo cierto es que la modista se había
esmerado.
El vestido era de seda,
en un tono verde oscuro de lo más llamativo. Tenía un gran escote y una cola por detrás que al andar susurraba
suavemente, como miles de voces cantando en voz baja. Esa noche, bajo las luces
de los candelabros que había en la mesa, estaba bella. Tenía unos colores
marcados en las mejillas, en tonos rosas. La frente le brillaba, como bañada con
un ligero barniz. Tenía fiebre ya. Me miraba con desprecio cada vez que
nuestros ojos se cruzaban, sonriendo con media sonrisa burlona. Disfrutaba de
su venganza, de su amante secreto, de la
belleza del regalo. Yo disfrutaba viéndola morir.
No tenía clara como iba
a ser mi reacción cuando al final mis planes se hiciesen realidad. No había
esperado sentir la satisfacción malvada que sentía, contemplándola al otro lado
de la mesa. En unos días me libraría de ella para siempre. Este pensamiento me
llenaba de tal regocijo que me meneaba en mi asiento, ansioso, contemplando cómo
evolucionaba mi experimento.
Esa noche dormí como un
bebe. Al despertar y ver que hacía un día maravilloso, pensé en que iría a
montar a caballo con mis invitados. Sería más rápido así, no quería pasarme la
mañana esperando. Bajé pronto a desayunar. Mientras conversaba con mis
invitados, el mayordomo entró en el comedor y me dijo que la duquesa estaba
indispuesta y que no bajaría esa mañana.
A media mañana, cuando
volvimos, estaba hambriento. Nada más entrar en casa, el ama de llaves me
estaba esperando. Me informó de que la duquesa, dos de las invitadas y la
doncella de la duquesa estaban indispuestas. La duquesa estaba muy mal, tenía
mucha fiebre y habían avisado al médico. Forcé cara de preocupación. Le dije
que quería que el médico pasase a verme a mi biblioteca cuando las hubiese
visto, alegando que quería que me informase de la gravedad.
El médico me miró
consternado cuando entró. Indicó que no sabía lo que ocurría, los síntomas no
eran los usuales en casos de ingesta de comida en mal estado. Las invitadas y
la doncella estaban en mejor estado que la duquesa, ella estaba muy débil. Había
dejado órdenes de mantenerlas vigiladas. La duquesa era la que más le
preocupaba; la fiebre era muy alta y empezaba a delirar. Me pidió permiso para
pasar la noche vigilando a las pacientes.
Puse cara de
preocupación, y le dije que me mantuviese informado de la evolución de las
cuatro. Cuando se marchó, supuse que las dos invitadas afectadas eran las que más
cerca habían estado de la condesa durante la noche. No temí por sus vidas ni
por la de la doncella. Ellas se recuperarían, la duquesa no.
Mi ayuda de cámara me
despertó sobre las tres esa misma noche. Me dijo que el médico me requería. Me
levanté y salí al pasillo, donde él estaba esperándome. Me dijo que le
acompañase a los aposentos de la duquesa. Al entrar, el olor a vómito casi me
hace tambalear. El médico me indicó que me mantuviese alejado de la cama. Ella
estaba recostada con las dos manos atadas al cabezal, para evitar que se
moviese mientras estaba alucinando. Su cuerpo se agitaba con fuerza de un lado
para otro. Habían empezado a salirle en los brazos unas ampollas rojas, llenas
de pus. El médico me miró y dijo que todas las personas que hubiesen tenido
contacto con la duquesa debían ser puestas en cuarentena. Había solicitado a
otro médico, especialista en enfermedades infecciosas, que viniese de Londres.
Le pedí que hiciese todo lo que estuviese en sus manos para cuidar a la
duquesa.
Pasé el resto del día y
los siguientes encerrado en mi laboratorio, feliz con mis experimentos. Cada
vez que los médicos me requerían, salía a que me explicasen como evolucionaban
las pacientes. La mañana del domingo, me informaron de que nadie más había
enfermado ni presentado síntomas. Las dos invitadas y la doncella estaban del
todo recuperadas. El problema era la duquesa, su estado era gravísimo y temían
por su vida.
Puse cara de estupor.
Dije que no podía ser, que ella era joven y fuerte. El especialista me miró seriamente.
Dijo que estas enfermedades infecciosas afectaban a unos más que a otros. Esta
era especialmente virulenta. Había hecho todo lo que estaba en sus manos.
Pregunté si ella estaba consciente. Me indicaron que sí, la fiebre, al remitir,
le había permitido estar consciente, aunque estaba sufriendo mucho. Me tapé la
cara con las manos. Hubo un silencio largo. Procuré poner cara de marido
compungido. Les dije que quería verla, que
necesitaba despedirme de ella. Me dijeron que me avisarían cuando el final
estuviese cerca.
No fingí llanto. Eso sí
que habría resultado sospechoso. Todos los criados sabían de nuestra frialdad
el uno hacia el otro. Fingí lo justo para hacer ver que estaba muy afectado por
los acontecimientos. Les pedí que hiciesen todo lo que estuviese en sus manos
para que no sufriera. Aquella tarde, el ama de llaves me trajo personalmente
algo de comer. La miré con expresión de desconcierto. Al ver el estado en el
que parecía encontrarme, me miró con dulzura y me dijo que lo sentía. Ella
había estado conmigo desde niño, y yo la conocía bien. Le dije que, a pesar de
que la duquesa y yo habíamos tenido nuestras diferencias, nadie merecía tal
final siendo tan joven. Ella me apretó el hombro y me dijo que tuviese mucho ánimo.
Supe que contaría a los
demás criados lo afectado que me veía en cuanto pusiese un pie de vuelta en la
cocina. Esto me venía muy bien para mi coartada. Tenía el papel de marido
triste que pierde a su joven esposa. No habría sospecha alguna sobre lo
ocurrido.
Los médicos vinieron a
por mí aquella noche sobre las diez. Dijeron que me preparase, pues había
llegado el momento. Al entrar en el dormitorio olía a desinfectante, orina, y a
otro olor que no pude reconocer. Me acerqué a la cama despacio. No sabía con lo
que me iba a encontrar, pero sabía que no iba a ser agradable. Cuando la vi
sentí una repugnancia tremenda. Estaba cubierta de ampollas, algunas supurando.
Abrió los ojos y me vio allí, al pie de la cama. Respiraba con dificultad. Les pedí
que me dejasen a solas con ella. El médico, antes de salir, me indicó que no me
acercase a la paciente.
Cuando la puerta se
hubo cerrado, la miré. Percibí miedo en su mirada. Miedo a la muerte. Le pregunté
con frialdad si sabía que iba a morir. Sus ojos se llenaron de lágrimas y espanto.
No tanto como cuando le dije que la había envenenado yo. Me reí en voz baja
mientras ella me miraba fuera de sí. Susurraba mi nombre sin parar, moviendo la
cabeza de lado a lado. Le dije que sabía lo de su amante. Se quedó quieta, con la
boca abierta, jadeando, mirándome con odio. Sí, lo sabía todo y no iba a
permitir que ella manchase el nombre de mi familia solo por vengarse de mí. Le
dije que era una caprichosa malcriada. Pensaba que podía arrastrarme por el
barro tras ella, pero no me conocía en absoluto. Cerró los puños con la poca
fuerza que le quedaba, intentando incorporarse mientras seguía mirándome con
una mezcla de furia y miedo. Me reí, ¡Cómo me reí en su lecho de muerte! ¡Qué goce
sentía al ver su belleza mancillada por mi mano!
Volvió a intentar tocarme,
su mano estirada hacia mí, esta vez a modo de súplica. Me incliné sobre la
cama.
—Hueles a muerta.
Cuanto antes te mueras, mejor. Solo espero que te pudras en el infierno —dije.
Su espalda formó un
arco. Echó la cabeza hacia atrás, profiriendo un grito desgarrador a través de
su boca pestilente. Un grito de odio. Se relajó de pronto, dio un último suspiro,
y abandonó este mundo.
¡Qué deleite me dio ver
su cuerpo sin vida! Mi martirio había acabado y nadie sospecharía de mí jamás.
Arreglé mis facciones para parecer lo suficientemente afectado, y salí de la
habitación. El mayordomo, el ama de llaves y los médicos, estaban esperándome. Mientras
me miraban en silencio, susurré que ella había muerto. El ama de llaves se echó
a llorar. Me alejé a encerrarme en mi laboratorio, puesto que la cuarentena no
había terminado. Quería escribir en mi diario todos los detalles que había
visto, mis experimentos tenían que continuar. Me mantendría lejos de todos. ¡Cómo
cansaba tener que fingir!
Para cuando llegó el
martes, todos los preparativos para el funeral estaban listos. La enterraríamos
por la mañana en el panteón de los Hartford. Esa idea me llenaba de cólera, ¡Ella
estaría allí, mancillando el honor y descanso de mis antepasados! Los médicos
habían decidido levantar la cuarentena, puesto que nadie más presentaba
síntomas. El especialista, todavía perplejo, se marcharía después del entierro.
Todo volvería a ser como era dos años atrás. Bendita paz, aún no me podía creer
lo bien que había salido todo.
No fue un entierro
grande. Los médicos sellaron el ataúd antes de sacarlo de la habitación,
alegando motivos de seguridad. Nuestros padres llegaron el lunes de madrugada. Mi
padre me dio una de sus palmadas en el hombro. Me dijo que era una pena que
ella hubiese muerto tan joven, pero, ahora que las finanzas eran boyantes,
podría buscar una mujer que me agradase más. Le sonreí y le dije que tenía
razón. Los padres de ella estaban desconsolados. Su padre me dio las gracias
por todo lo que había hecho por su florecita. ¡Florecita¡ ¿Cómo se puede estar
tan ciego? Tenía que ser estúpido, era la única explicación. Puse la expresión
adecuada, pero no dije nada. ¡Qué ganas tenía de que todos se marcharan ya!
Mis plegarias fueron
escuchadas poco tiempo después. Paz, silencio y bendita libertad. Esa noche,
después del entierro, me di un largo baño caliente para relajar los músculos de
la tensión de los últimos días. Estaba deseando poder dormir del tirón. Me
acuerdo de lo bonita que estaba la noche, de las frías sábanas de lino egipcio,
de lo acogedor que era el colchón. Creo que me dormí en segundos. Algo me
despertó al rato, ya no sentía las sábanas agradables bajo mis manos dobladas
sobre mi pecho. Me incliné para encender la luz. Me espanté al ver el vestido
verde tendido sobre mí. Grité y grité, intentando zafarme de la infame prenda. Parecía
tener garras, garras de garrapata ancladas a mi pecho y piernas. No podía
quitármela de encima. Al final, pude levantarme de la cama y tirarlo hacia un
lado.
Contemplé, sobrecogido,
el vestido verde encima de mi cama. La tela de seda centelleaba en la tibia
luz. Su color esmeralda hacía que pareciese hecho de piedras preciosas. La
había tocado, pero ¿cuánto tiempo? Me pregunté. Me quité el traje de cama y me lavé
con vigorosidad todo el cuerpo. Envolví el vestido en la ropa de cama y lo tiré
todo en la chimenea, pensando que le prendería fuego al llegar la mañana. Me vestí
y bajé a mi laboratorio a esperar que llegase la hora a la que, habitualmente, mi
ayuda de cámara venía a despertarme. Mientras subía otra vez, seguía pensando
que no entendía cómo el vestido había llegado a mi cuarto. Pensé que quizás,
soñando profundamente, me había levantado y había ido a por él al armario de
ella. Era la única explicación. ¿No dicen que el subconsciente te juega malas
pasadas?
Al entrar en el
dormitorio, me volví a desvestir y me puse mi traje de cama. Cogí los fósforos
de la repisa de la chimenea, y le prendí fuego a las sábanas con el traje
dentro. Ya no ocurriría más, esa noche dormiría bien. Por la mañana, le diría a
mi ayuda de cámara que en un arrebato de picor nocturno había quemado las sábanas,
y le pediría que las cambiase por unas de algodón durante una temporada.
Ese día trabajé casi
sin descanso en mi laboratorio. Estaba pendiente de mis síntomas, puesto que
había estado en contacto con el vestido. Experimenté un ligero malestar que se
me fue pasando al avanzar el día. Iba en buen camino con varios de mis
experimentos y, cuando llegó la noche, me sentía tan satisfecho conmigo mismo
que me di un buen festín. Incluso pedí que me subiesen de la bodega un buen
brandy, alegando que era para ahogar mis penas por la muerte de mi joven
esposa. ¡Ay, qué risa! Más bien era una celebración.
Cuando subí a acostarme
me encontraba ligeramente ebrio. Atribuí mi malestar en la barriga y los
temblores a lo poco acostumbrado que estaba a beber. Me desvestí y volví a caer
en un sueño profundo. No sé qué hora era cuando desperté. Me sentía confuso, no
podía respirar. Había algo sobre mi cara, ahogándome. Lo aparté, pero al
tocarlo me di cuenta de que no era la sábana. Me invadió el miedo, pensando en
lo que me iba a encontrar al encender la luz. Cuando la luz volvió a iluminar
la estancia y miré a mi lado, allí estaba: el vestido verde en todo su
esplendor. Mi estómago se revolvió cuando me puse de pie. Vomité sobre la cama.
Un vómito espeso y hediondo. «Te
quemé, te quemé, te quemé», gemí
incesante, en voz baja. . Me miré las manos,
me dolían. Estaban rojas del contacto con el tejido venenoso, puesto que ya
sumaban dos días.
Me tambaleé hacia atrás,
cayendo sobre las cortinas. Caían lágrimas de incredulidad y pavor por mis
mejillas, que también estaban rojas por haber tenido la cara cubierta con el
tejido. Me pregunté cuánto tiempo lo habría tenido encima. Llegué a la
conclusión de que ya iban dos días. ¿Qué estaba pasando? De pronto, a través de
la ventana entreabierta, escuché una risa tenue. Se me pusieron los pelos de
punta por todo el cuerpo. Podía verlos incluso en el reflejo de la luz, tiesos,
la piel erizada. Me puse de pie con dificultad y abrí la ventana. Volví a oír
la risa. Provenía de la dirección del panteón familiar.
Me lavé la boca con
agua y me puse un batín. Antes de salir, miré el vestido verde sobre la cama.
Lo volví a envolver en la sábana y le prendí fuego sin esperar un segundo más.
El calor de la llama me hizo retroceder y darme cuenta de que tenía fiebre. Mi
mente estaba nublada, no podía pensar, pero ese vestido se quemaría hasta el
final. No me moví de allí hasta asegurarme.
Cuando las llamas por
fin se extinguieron, volví a oír la risa fuera. Salí del dormitorio,
tambaleándome por el pasillo oscuro. Todo daba vueltas a mi alrededor. Me tuve
que agarrar a la barandilla con las dos manos para bajar las escaleras, como un
anciano. Me habría matado de no haberlo hecho así. Cuando llegué al rellano, oí
una voz que me llamaba en susurros. Venía de la parte trasera de la casa.
Anduve por el pasillo oscuro hacia las estancias de las cocinas. Todo estaba en
penumbra, ya que todos dormían. ¿Es que nadie escuchaba esa risa infernal? Abrí
la puerta que daba al exterior y salí a la noche.
Había una niebla espesa
que cubría todo el suelo. No veía nada por debajo de mis rodillas. Volví a oír que
susurraban mi nombre. Me dirigí hacia el panteón familiar a través del sendero
que cruzaba el bosque. Era un camino que conocía bien desde niño, sin embargo,
perdí el sentido de la orientación al adentrarme en él. Todo estaba cubierto de
esa maldita niebla espesa. Volví a oír la risa burlona, esta vez a mis
espaldas. Fui corriendo en esa dirección. Me vi envuelto en una zarza grande
que me arañaba la cara y el cuerpo. Grité con furia, intentando liberarme. Caí
de espaldas, haciéndome un daño espantoso en el codo del brazo izquierdo.
Me quedé un rato en el
suelo, jadeando de dolor. Podía sentir las heridas sangrar con abundancia donde
las zarzas me habían cortado con brutalidad. El dolor en el brazo era
palpitante. Estaba cubierto de barro y sentía un calor insoportable. De pronto,
noté que iba a vomitar. Me puse de lado y vomité sin parar, durante un largo y
angustioso minuto. Cuando hube terminado, me apoyé a descansar sobre un árbol. Estaba
exhausto y enfermo. Había estado en contacto mucho tiempo con el vestido verde.
Esperaba que no lo suficiente. Volví a escuchar mi nombre y, seguidamente, la
risa burlona. Me volví a poner furioso al verme en esas condiciones, alguien
estaba jugando conmigo. La haría pagar. No se libraría de esta de nuevo.
Conseguí ponerme en
pie. La niebla se había disipado lo justo para que volviese a encontrar el
camino. Al poco, salí del bosque y me encontré el panteón familiar. Brillaba a
la luz de la luna, rodeado de una capa baja y espesa de niebla. La puerta
estaba abierta. La niebla se metía dentro a través de la escalera de piedra, hacia
sus oscuras profundidades. Pensé en el encargado de la finca, por la mañana lo
despediría por su dejadez.
Oí de nuevo mi nombre en
susurros, parecía que venía de todas las direcciones. Me giré rápido en círculos,
buscándola. Estaba tan mareado que casi me vuelvo a caer. Escuché la risa
burlona, era un eco ligero que venía del panteón. Empecé a andar hacia la
puerta abierta. Cojeaba y me tenía que sujetar el brazo del dolor. De pronto,
vi la cola del vestido verde meterse hacia la oscuridad profunda del panteón.
¡No podía ser! Empecé a correr, pero me tambaleaba como un borracho. Me apoyé en
el rellano de la puerta. Tosía y jadeaba del esfuerzo. Veía una luz muy tenue, que
provenía de abajo.
Entré y empecé a
descender con dificultad. Las paredes supuraban negrura, todo resbalaba, como
cubierto por un enfermizo sudor, como si el propio edificio se estuviese
pudriendo por dentro. Cuando llevaba la mitad del descenso volví a escuchar la
risa más fuerte y alocada. ¡Se estaba riendo de mí! ¡Del duque de Hartford, de
todo mi linaje! ¡Esta vez la agarraría del cuello y apretaría fuerte, hasta que
los ojos le saltasen de sus cuencas!
El siguiente paso que
di en las escaleras pudo ser el último. Resbalé y, como no había ninguna
sujeción en la pared, caí escaleras abajo. No sé cuánto tiempo estuve inconsciente.
Todo estaba oscuro cuando desperté. Mi cuerpo ardía de fiebre y volvía a tener una
angustia terrible, pero lo único que salía de mí eran arcadas. Intenté ponerme
de pie, pero un dolor terrible y punzante me atravesó todo el brazo. Grité y volví
a gritar con impotencia, golpeando el suelo con el puño cerrado, una y otra
vez. Después de no sé cuánto tiempo solo se podían oír mis llantos lastimosos,
en forma de eco, rebotando por la estancia.
Busqué la pared con mi
brazo bueno. Me incorporé lo suficiente para poder usarla de apoyo y levantarme
del suelo sucio, frío y pastoso, que me estaba humedeciendo la ropa. Para
cuando lo conseguí, jadeaba con mucha fuerza, igual que si hubiese corrido una
larga distancia. Me sentía muy débil y mareado. El brazo me dolía, era un dolor
punzante y palpitante a la vez. Me di cuenta de que tampoco podía apoyar el
tobillo en el suelo sin sentir mareo por el dolor. Me quité la cinta de la bata
y me hice un cabestrillo con ella en la oscuridad.
¿Cómo se habría apagado
la luz? ¿Cuánto tiempo llevaba inconsciente en el suelo? Me noté la piel de la
cara extraña, como si tuviese algo en ella. Me toqué la mejilla con la mano. ¡Qué
espanto! Me invadió un terror que me hizo temblar todo el cuerpo. Tenía las
mejillas cubiertas de grandes ampollas. De mi boca abierta salía un lastimoso e
incesante quejido. No era consciente de que estaba aullando. Solo podía escuchar
mi voz ajena y palpar mi cara magullada. Me iba a morir.
Me entró pánico. A
pesar del dolor en el brazo y el tobillo, me abalancé hacia la oscuridad,
buscando las escaleras. Tendrían que haber estado a mi izquierda, pero me di de
bruces contra la pared. Empecé a moverme tan rápido como pude alrededor de la
estancia, en estado de pánico y terror. Solo tocaba los fríos muros de piedra. De
mi garganta seguían saliendo gemidos de terror y desesperación. De pronto,
tropecé y caí sobre algo suave y sedoso. Casi vuelvo a perder el conocimiento
al caerme. Entre jadeos y gemidos tenues, toqué lo que ya sabía que había en el
mugriento suelo: ¡Era el vestido verde!
Grité, grité y grité,
sujetando el maldito vestido verde en mis manos. Mis alaridos de terror
retumbaban en la estancia mientras oía la risa de ella a mi alrededor. Sus
carcajadas de venganza en mis oídos. Fue lo último que escuché al morir en ese
terrible lugar, que sería mi tumba junto a ella. Juntos para toda la eternidad.
Juntos con el vestido verde que fue mi perdición.
Extracto del diario del
Mayordomo del Ducado de Hartford:
Castillo Hartford,
Yorkshire
Día 23 de Noviembre de
1713
No sé cómo empezar a describir los acontecimientos que se
han sucedido en tan poco tiempo, aquejando al ducado de esta terrible manera. Nuestra
joven señora falleció de manera horrible, antes de ayer, de una enfermedad
extraña y desconocida. Esta mañana, el último duque de Hartford, también ha
sido hallado muerto en circunstancias aterradoras. ¡Una terrible doble tragedia!
Por la mañana temprano,
el ayuda de cámara del señor fue a ver cómo se encontraba, porque ayer lo
encontró indispuesto. Al no hallarlo en sus aposentos, donde solo halló una
sabana quemada en la chimenea, lo buscó en el laboratorio, pero encontró este a
oscuras. Vino en mi busca y los dos recorrimos el castillo sin hallarlo. Al
bajar las escaleras principales, el ama de llaves me indicó que la puerta de detrás
de las cocinas estaba abierta cuando despertó. El ayuda de cámara y yo nos dirigimos
fuera con apremio, pues estábamos muy preocupados por encontrar a nuestro
señor. Bajamos las terrazas hacia el jardín y vimos pisadas que iban en
dirección al sendero del bosque. Corrimos veloces hacia allí.
Me invadía una
inquietud temerosa, como una premonición de adonde había ido el duque y lo que encontraríamos
allí. Fuimos en dirección al panteón de la familia, siguiendo las pisadas del
duque en el barro. Vimos que se había desviado del sendero en algún momento,
adentrándose en una zarza de largas espinas que tenían trozos de tejido rasgado
colgando de algunas de ellas.
Cuando salimos del
bosque, vimos que la puerta del panteón estaba abierta. Me temí lo peor y volvimos
a correr hacia esa negrura que se vislumbraba en el portal. El ayuda de cámara,
al llegar, abrió el otro lado de la puerta para que entrase el máximo de luz.
Bajamos las escaleras
que conducían a las tumbas de todos los antepasados de los Hartford, donde
hacia tan poco habíamos enterrado a nuestra joven señora. Nos paramos en seco
cuando llegamos abajo. Yo no emití ningún sonido, pero el ayuda de cámara gritó
con terror y espanto.
El duque yacía muerto
en una esquina, con un rictus de horror en su cara llena de pústulas abiertas y
sangrantes. Los ojos desorbitados y llenos de terror. Mi único consuelo al verlo
así, fue advertir que abrazaba el precioso vestido de seda verde de la señora. Pensé
que la amaba tanto que, impulsado por la pena de su amor perdido, habría
buscado la prenda para abrazarse a ella
y así recordar a su joven y bella esposa mientras moría. Nunca había pensado
que la amaba tanto, pero los senderos del amor son inescrutables para un viejo
como yo.
Lo hemos enterrado hoy
mismo, con premura, debido a la enfermedad contagiosa que padecía. Me ha reconfortado
saber que lo dejaron abrazado al vestido verde. Finalmente, ha sido enterrado junto
a su amada; estarán unidos eternamente.
FIN