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Álvaro y El Misterio del Hombre Sapo (Juvenil)
ALVARO Y EL MISTERIO DEL HOMBRE SAPO —¡No quiero ir! ¿Por qué no me puedo quedar aquí? —dije, casi a gritos. —Álvaro, entiéndelo, no te puedo dejar solo en casa sin supervisión todo el verano. Los abuelos viven en la costa, tendrás la playa cerca, los acantilados para explorar. Te puedes llevar los libros y juegos que quieras. Incluso ese puzle de cuatro mil piezas que no tenemos sitio para montar. Estaré trabajando todo el día y los fines de semana en turno de noche. Alguien tiene que cuidar de ti, y, ¿quién mejor que los abuelos? —dijo mi madre. Crucé los brazos con enfado. Sabía que mi madre tenía razón. Pero desde que Papá murió, era yo el que la hacía sonreír. Si veía que se ponía triste hacía el tonto o le leía, y también le preparaba la cena cuando llegaba a casa cansada, aunque solo sabía hacer bocadillos. ¿Qué iba a hacer sin mi tres largos meses? —Por favor Álvaro, necesito estar tranquila y esto me lo va a proporcionar. Con los abuelos estarás bien
Luciérnagas en la Arena (del poemario Paseando con Schopenhauer)
Conozco el viento que sopla del norte íntimamente. Tu tacto es igual de frío. El calamar yace sobre el plato, su ojo fijo en mí. Una cena ahorcada, arrastrada y descuartizada en el precipicio de un mundo o una palabra. Nunca veré las columnas que sostienen Roma. Camino sobre arenas movedizas con una concha escondida en mí manga. No sea que esto también me lo quites. Mi anhelo tiene un sabor dulce, como el flan que la gente come aquí. Puedo sentir temblores sacudir mi castillo de arena. Me pisas. Mis muslos se abren como fruta podrida. Amabas mi voluntad muerta; odiabas mi edad. Miro al mar. Rechino los dientes… esperando que las luciérnagas crucen. Aprisionada en el angosto pecho de un mortal no es sorprendente que ese pecho parezca estallar y no encuentre manera de expresar el presentimiento de una tortura infinita. Arthur Schopenhauer
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