ALVARO Y EL MISTERIO DEL HOMBRE SAPO —¡No quiero ir! ¿Por qué no me puedo quedar aquí? —dije, casi a gritos. —Álvaro, entiéndelo, no te puedo dejar solo en casa sin supervisión todo el verano. Los abuelos viven en la costa, tendrás la playa cerca, los acantilados para explorar. Te puedes llevar los libros y juegos que quieras. Incluso ese puzle de cuatro mil piezas que no tenemos sitio para montar. Estaré trabajando todo el día y los fines de semana en turno de noche. Alguien tiene que cuidar de ti, y, ¿quién mejor que los abuelos? —dijo mi madre. Crucé los brazos con enfado. Sabía que mi madre tenía razón. Pero desde que Papá murió, era yo el que la hacía sonreír. Si veía que se ponía triste hacía el tonto o le leía, y también le preparaba la cena cuando llegaba a casa cansada, aunque solo sabía hacer bocadillos. ¿Qué iba a hacer sin mi tres largos meses? —Por favor Álvaro, necesito estar tranquila y esto me lo va a proporcionar. Con los abuelos estarás bien
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