La Heredera



LA HEREDERA

—Todo esto será tuyo cuando yo muera —susurró antes de morir. Yacía pálida e inmóvil en la cama. Una mujer de cuarenta y siete años que parecía que tenía ochenta.

—Todo esto será tuyo cuando yo muera —no paraba de oírle decir esas palabras. Como cuando una canción de la radio que detestas sigue sonando en tu cabeza aunque no lo quieras.

Salió de la habitación. El aire del pasillo era más fresco y placentero. Inspiró profundamente. Había estado aguantando la respiración, respirando con la boca abierta. El olor a podredumbre, a orina, heces y muerte impregnaban la habitación. Bajó las escaleras y se dirigió al porche de atrás. Al pasar por la cocina oyó de nuevo las palabras en su cabeza.

—Todo esto será tuyo cuando yo muera.

Su mirada recorrió los armarios de cocina desvencijados. La pila oxidada llena de platos sucios con los restos de comida que empezaban a tornarse verdes del moho que crecía en ellos. ¿Cuándo fue la última vez que comió? ¿Cuándo fue la última vez que limpió algo en la casa que no fuese el cuerpo sin vida que yacía arriba? Intentó recordar, pero solo se veía sentada leyendo la biblia al lado de su cama, día tras día.

Ya no había mesa en el centro de la cocina en la cual poder comer. Se había roto una pata hacia dos inviernos y al final la usó para leña. Intentó cerrarse mejor la rebeca, sentía frio ya que la casa estaba helada. Siguió oyendo aquellas palabras una y otra vez en su mente al contemplar el suelo de madera manchado por los años y la zona que ya no pisaba, cerca del fregadero, donde la madera se había podrido cuando se rompió la tubería del fregador. Cualquier día se le olvidaría y su pierna traspasaría la madera podrida dejando una abertura en el suelo como las fauces abiertas de un monstruo. Ese monstruo que iba engullendo la casa poco a poco. Ahora, en vez de tubería bajo el fregador, había un cubo para recoger el agua.

Abrió la puerta de tela metálica. Esta también estaba dilapidada. El perro, harto de ladrar para que lo dejase entrar, la había roto por una esquina y ahora languidecía en la brisa. Suspiró. Siempre se veía suspirando. El cansancio agarrotaba sus muslos, impidiéndole sentarse en el primer escalón del porche con la grácil habilidad que debería conferir su juventud. Contempló el vasto paisaje que se desplegaba ante su vista. El parterre yacía yermo alrededor de la casa. Tan muerto como el cadáver de arriba. La semblanza del césped lleno de calvas, como el que le aparece en la cabeza a los hombres que ni son jóvenes ni mayores, y que seguía hasta donde empezaba el campo de maíz.

La cosecha bailaba suavemente en el aire, sus hojas parecían susurrar la canción interminable y repetitiva que sonaba en su cabeza…todo esto será tuyo cuando yo muera, todo esto será tuyo cuando yo muera… Donde posase los ojos, todo le repetía

aquellas palabras. Miró hacia el establo que estaba a su derecha. Con su pintura pelada por los años que se asemejaba a grandes rasguños hechos por algún animal enloquecido. Haría unos cinco años, después de una época de lluvias torrenciales, se había hundido hacia un lado en la tierra. Ahora, si tocaba la madera, parecía de goma, elástica y frágil. Recordó que tuvo que meter la vaca, el único animal que les quedaba, en la cocina para que no se le pudriesen las patas debido al agua fangosa que cubrió el suelo del establo durante meses. Todavía recordaba los ojos llorosos de la vaca, confinada en la cocina, que la contemplaba mientras preparaba algo de comer.

A su izquierda estaba el viejo tractor de su padre. La transmisión se había roto justo al terminar de plantar la cosecha. Cosecha que ahora tendría que recoger ella sola a mano. Siguió oyendo las palabras en su mente. Cerró los ojos y volvió a suspirar. Nunca había salido del pueblo de Jackson donde vivía. Una vez, antes de que tuviese que dejar de ir a la escuela, la profesora trajo a clase un libro de fotografías de paisajes de alrededor del mundo. Todavía podía recordar con nitidez la foto de aquella muchacha de ojos rasgados, sus facciones tan diferentes de las suyas, con su mirada cansada, plantada de pie en el agua que le llegaba a los tobillos en un campo de arroz. Se preguntaba si esa parcela de arroz también seria para ella cuando sus padres muriesen. Pensó que se parecían mucho ahora, aquella chica y ella. Nunca tuvo tiempo para viajar a otro lugar. La vida era una sucesión de días iguales llenos de quehaceres, los cuales se habían ido amontonando con los años hasta que una mujer sola como ella ya no daba abasto.

El escalón donde estaba sentada crujió, haciendo que se levantase y volviese a sentar en uno más abajo. Era un tablón nuevo. Lo había arrancado unas semanas atrás del granero. Todo a su alrededor se moría. Recordaba una vez que vino de visita una hermana de su padre. Se quedó dos días con ellos. Y en ese espacio de tiempo tan infinitesimal se había abierto un mundo ante ella que no sabía existía. Era una mujer habladora y recordó como contó ese primer día que había conocido a una mujer en el tren que iba a ver a su hermana en Kentucky, y de la bolsa que llevaba llena de biblias para vender una vez que llegase. Su marido, que se ganaba la vida así, vendiendo biblias de casa en casa, se las había dado para venderlas en el pueblo donde vivía su hermana. Su tía se preguntaba a cada momento si habría conseguido venderlas todas. O como se le había sentado un hombre mayor a su lado que llevaba la pierna vendada y una muleta. De cómo le susurró a mi madre que el hombre tenía gota, debido a la vida disoluta y por el alcohol que había bebido. Ella todavía no sabía que era tener gota. Jamás había probado el alcohol. Nunca hubo de eso en casa. El tiempo en la granja volaba, los días se sucedían con tal rapidez que no sabía si era joven o vieja ya. No había conocido el amor. ¿Cómo le iba a suceder, si jamás veía a otro ser humano? Lo que cosechaba era para alimentarse. Dinero no había. El poco que había traído su padre a casa cuando iba al pueblo a vender fruta, huevos o verduras hace tiempo se esfumó.

Se dio cuenta que la última vez que había visto a otro ser humano había sido justo antes de que su madre enfermase, hacía unos dos años. Ya no recordaba el tiempo pasado. Miró hacia la valla vencida que rodeaba parte de la casa. La madera tirada en el suelo parecía los raíles de un tren que va a ninguna parte. Miró hacia el crepúsculo. Quería tirarse en la tierra frente a ella y dormir hasta no despertar. Que cuando alguien viniese algún día pudiera contemplar un árbol florido donde antes había estado su cuerpo. Volvió a oír la voz de su madre repitiendo la misma frase una y otra vez. Empezó a decirlo en voz baja, una letanía de depresión y desesperanza.

—Todo esto será tuyo cuando yo muera.

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