Como un Pez



COMO UN PEZ

—Abuelo, abuelo, cuéntame una historia —me pidió mi nieto Luis una tarde de verano donde ni las moscas volaban del calor que hacía.

Nos recostamos bajo la sombra del porche en grandes tumbonas a contemplar el mar y a ver qué cuento se me ocurría.  Luis era nervioso y jamás dormía la siesta, pero se estaba quieto conmigo si le contaba alguna aventura, verdadera o no.

—Pues hijo, a ver qué te cuento. Me estoy quedando seco de historias —le dije sonriéndole.

—Anda abuelo, si tú eres muy viejo, seguro que sabes un montón —se reía mientras me decía esto.

—Bueno, allá vamos. Esto sería cuando yo no era mozo todavía. Tendría unos doce años.  Era verano y llevaba ya un mes de vacaciones a mis espaldas.  Pero los había puesto a buen uso.  Había en diez días una competición de natación en el puerto del cabo.  Las reglas eran sencillas: empezar en el puerto y dar la vuelta al faro de Cabo de Palos, dos mil doscientos metros, llegando hasta Cala Túnez donde estaba la meta.  Llevaba todo el mes practicando. Mi madre se quedaba en la playa de Levante y cronometraba mis tiempos. Nadaba igual que un pez. Cuando superaba mi mejor tiempo, ella chillaba y bailaba en la orilla. Cuando salía del agua siempre me decía lo orgulloso que estaría mi padre de mí — le conté a Luis.

—Mi padre había fallecido ahogado en el mar mientras faenaba.  Una tormenta terrible hizo al barco zozobrar, cayendo mi padre al agua. No se pudo hacer nada por él, las olas se lo tragaron —dije.  Guardamos silencio un rato.  Yo, pensando en aquel trágico día, y Luis mirándome a ver si tuviese que consolarme.

—Bueno, de eso hace mucho —le dije—. Pero no quise volver a entrar en el mar. Odiaba al mar que me había arrebatado a mi padre.  Pero un día paseando por el puerto con la pandilla —éramos cinco gamberros de cuidado— vi como un chaval se caía al agua desde su Optimist.  Empezó a pedir auxilio y yo no lo pensé dos veces, me tiré al agua y nadando con fuerza sobrehumana lo alcancé y lo puse a salvo, con la asistencia de mis amigos y vecinos que me ayudaron a sacarlo de la entrada del puerto. Salí en el periódico como el héroe local —dije.  Recordé lo orgullosa que estaba mi madre al verme en la portada del pequeño diario de La Manga.  Cómo recortó el artículo y lo guardó en nuestro álbum de fotos.

—Sigue abuelo, sigue —me pedía Luis, casi saltando de la tumbona.

—Pues nada, que, a partir de eso, empecé a nadar, cada vez distancias más largas. Era como si al hacerlo, mi padre estuviese animándome desde el cielo a vencer al mar que se lo llevó —dije con suavidad, mientras contemplaba el mar plácido, a lo lejos.

—¿Y qué pasó abuelo? —preguntó Luis.

—Pues que llegó el día de la competición y me sorprendí de ver la cantidad de chavales que éramos. Habían venido de varios pueblos de alrededor.  Había uno, en particular, que no me caía muy bien.  No es que fuese mal chaval.  Era de los que llamábamos “los turistas”.  Venían dos meses en verano y luego se marchaban hasta el verano siguiente.  Yo quería ganar, pero ese chaval nadaba fuerte y rápido, así que los dos nos mirábamos de reojo y de vez en cuando incluso nos espiábamos entrenando, para ver quién hacía los mejores tiempos.  Se llamaba Jesús y era de Madrid —dije.  Cogí el vaso que había a mi lado y bebí un trago largo de agua.

—¿Abuelo, y qué pasó?  ¡Jo, cuánto tardas!  —dijo Luis con impaciencia, saltando de la tumbona y apoyando sus pequeñas manos en mis rodillas.

—¿Que qué pasó?  Pues lo que tenía que pasar.  Nos preparamos todos en la salida, en fila, y al pitido del alcalde, saltamos desde el pantalán del puerto. Yo estaba muy impaciente y quería nadar muy rápido, pero sabía que tenía que conservar mis fuerzas.  Era un recorrido largo, sin parar, dando la vuelta al faro de Cabo de Palos desde el puerto —dije, mirando a mi nieto, su carita llena de interés.

—Mis brazadas empezaron a ser rítmicas, casi sin esfuerzo para cuando llegué a la altura de la primera cala —dije.

Luis chilló, elevando los brazos al aire diciendo:

—¡La Cala del Cañonero!

—Sí, exactamente —dije sonriendo, ya que le había enseñado el verano anterior el nombre de todas las calas del cabo.

—No quise mirar a ver cómo iban los demás. Vacié mi mente de todo pensamiento y nadé como jamás había nadado. Con un propósito, Luis: que mi padre, donde estuviera, se sintiese orgulloso de mí —dije con emoción.

—Para cuando llegué a la mitad del trayecto no pude evitarlo, miré atrás.  Había adelantado a todos —y por bastantes metros— menos a uno.  Jesús, “el turista”, me seguía de cerca —dije, cogiendo a Luis y sentándolo en mi regazo.

—Ala…—dijo Luis con cara de preocupación.

—Sí, yo también empecé a preocuparme, quería vencer ante todo.  No iba a permitir que un niñato de la capital me ganara. Así que empecé a nadar con más ímpetu, sincronizando los movimientos entre brazos y piernas, además de la respiración.  Y no paraba de repetirme que yo iba a ganar —dije mirando a Luis firmemente y dando con mi puño en el brazo de la tumbona.

—Ya había dado la vuelta al cabo. Podía ver a unos doscientos metros todo el pueblo reunido en Cala Túnez, jaleando y haciendo palmas.  Mire hacia atrás. No quería perder el ritmo, pero no podía dejar de mirar.  Necesitaba ver cómo iba.  Cuál fue mi sorpresa cuando vi que varios chavales se habían acercado bastante, pero lo peor fue ver a Jesús casi a mi lado —dije en voz baja a Luis.

—¿Perdiste, abuelo?  —me dijo Luis con la voz baja y llena de decepción.

—No seas impaciente Luis —dije con media sonrisa—.  Empecé a nadar más deprisa, intentando que mis brazadas fuesen más potentes y así cubrir el mayor espacio y alejarme de todos.  De repente, moviendo la cabeza para coger aire, oí un grito tras de mí.  Miré hacia atrás. Jesús se estaba ahogando. Un escalofrío recorrió mi cuerpo. Los otros chavales estaban muy lejos y no le alcanzarían a tiempo.  Miré hacia la cala y vi que todos se habían percatado del peligro.  No lo pensé y nadé con renovado impulso hacia Jesús cogiéndole por detrás, como me habían dicho que había que socorrer a alguien en el agua. Jesús volvió a gritar de sorpresa cuando sintió mis brazos a su alrededor.  Empecé a mover las piernas y el brazo derecho con impulso en dirección a la cala.  Le pregunté que qué le ocurría y dijo que tenía un calambre en la pierna izquierda.  Le pedí, que, si podía, moviese los brazos para impulsarnos más deprisa sin mover sus piernas —dije, cogiendo aliento y mirando a mi nieto.

Luis me contemplaba con la boca abierta de asombro, las manitas juntas. 

—Abuelo, ¿lo pudiste salvar?  —preguntó en voz baja—.  No le pasó nada a Jesús, ¿verdad?  —dijo con cara de miedo y preocupación.

—No Luis —dije con dulzura, pasando la mano por su suave pelo—.  Salvé a Jesús de lo que habría sido una muerte segura, ya que tanto los otros chavales como los espectadores estaban demasiado lejos. Sólo yo podía haber llegado a tiempo —dije.

—Entre mis brazadas con mi brazo derecho y mis piernas, más el movimiento de los brazos de Jesús, llegamos exhaustos a la meta  —dije sonriendo.

Luis seguía mirándome con asombro.

—¿Sabes lo que paso después, Luis? —dije mientras mi nieto movía la cabeza de lado a lado en negativa, sin articular palabra.

—Que estando los dos tirados en la arena de la cala, con todos a nuestro alrededor hablando a la misma vez, el alcalde viene y me proclama ganador.  Pero me incorporé sobre mis codos, y mientras Jesús seguía jadeando de dolor a mi lado con su padre dándole un masaje en la pierna para quitarle el calambre, le dije al alcalde que yo no era el ganador —dije sonriendo a Luis pícaramente.

—¡Pero abuelo, si tu habrías llegado el primero!  Sólo que fuiste bueno y ayudaste a Jesús —dijo Luis con cara de no entender mi reacción.

—Luis, ese día, aprendí una cosa muy valiosa.  Ganar no lo es todo en esta vida y mucho menos en el deporte.  Lo que importa es la deportividad, el respeto hacia los que participan contigo y contra ti, pero también, que un amigo para toda la vida se puede hacer en las circunstancias más extrañas —dije mirando a Luis muy serio. 

Quería que entendiese lo que era la buena conducta en el deporte, el buen perder y también el buen ganar.  Pero, ante todo, el respeto hacia tu contrincante.

—Así que me incorporé junto a Jesús, y levantando su brazo junto al mío en el aire, dije:

—Hemos ganado los dos. Hemos llegado juntos. Es un empate. 

Todos los espectadores vitorearon.  Mi madre lloraba de emoción.  El padre de Jesús sonreía sin parar y Jesús, mirándome con media sonrisa, me dijo:

—Gracias, eres un tío estupendo. Me has salvado la vida sin dudarlo.  Por tanto, si algún día necesites lo que sea, aunque seamos viejos los dos, allí estaré a tu lado.

—Nos emocionamos mucho los dos, Luis, y nos abrazamos de alegría por nuestra victoria, dándonos palmadas en la espalda mientras el alcalde sacaba pecho, orgulloso, como si hubiese sido él el que había ganado.  Nos reímos juntos al verlo.

—¿Abuelo, y alguna vez necesitaste a Jesús? —me preguntó Luis maravillado por la historia.

—Sí, Luis, y no solamente una vez, sino muchas a lo largo de mi vida.  Pero también Jesús me necesitó a mí.  Ese gran día los dos aprendimos mucho.  Hicimos muchas competiciones de natación juntos.  Algunas las ganó él, otras yo, y otras ninguno de los dos.  Pero siempre nos mantuvimos fieles a las reglas del deporte.  También fieles a nuestra gran amistad —dije a Luis, que seguía escuchando atento.

—Y mira por dónde, ¿quién viene hacia nosotros, Luis? —dije sonriendo y levantando la mano en un saludo al hombre mayor que subía la cuesta de Cala Medina hacia la casa donde Luis y yo estábamos.

Venía con la toalla al hombro y el bañador mojado.  Estaba viejo pero fuerte, como yo, de tantos años nadando.  Pero esta vez no lo vi ochentón.  Vi a aquel chaval, que ese verano hace tantos años se convirtió en mi fiel amigo.  Le veía andar hacia nosotros, moreno, su pelo rubio, con los brazos y las piernas fuertes de nadar.  Volví a sonreír, imaginando que me diría que había una nueva competición de natación a la que debíamos asistir.  Y en tono burlón, afirmaría: esta vez te gano yo.

FIN

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