La Naranja


LA NARANJA

He encontrado una solitaria naranja en la cocina.  Brillaba, era de supermercado.  La he cogido y llevado a la nariz.  No olía a nada. ¿Sería de plástico?  Era perfecta en todo, color naranja uniforme, piel ligeramente rugosa.  He cogido un cuchillo que me gusta del cajón.  Es un cuchillo pequeño que me cabe en la mano, también pequeña, a la perfección.  Tiene el mango de madera, negro, fino y suave.  La hoja también es muy fina.  No larga, pero si afilada.  Lo cojo siempre con cierta satisfacción.  ¡Es mi cuchillo!  He procedido a cortar la naranja como hago siempre.  Primero la corto por la parte del Ártico.  Y luego por el Polo Norte.  Luego hago cuartos en la piel.  Dejo el cuchillo en el fregador y voy quitando la piel.  Aquí sí que había esencia.  Notaba las pequeñas partículas de jugo caer sobre mis manos.  Una vez quitada la piel, abro la naranja por la mitad. Hace un ruido satisfactorio de tela que se rasga.  Suelta un jugo perfumado.  Vuelvo a oler el gajo.  Divino, sublime.  Me lo llevo a la boca.  Un tsunami invade mi lengua.  Ola, detrás de ola de sabor.  El jugo resbala por mi barbilla, cuello, pecho y manos.  Me chupo el líquido de los dedos.  Está ácido, pero también salado por el sudor de mi piel.  Cuando termino, miro el reloj en lo alto del marco de la puerta.  Son las tres y treinta y dos de la madrugada.  Estoy desnuda.  Mis manos, perfumadas, las llevo a mi pelo largo, pasando los dedos entre sus rizos negros.  Abro la puerta que da al jardín.  Oigo la quietud de la noche mientras contemplo las constelaciones.  Mis pies se hunden en la tierra.  Sale el sol.  Pasan unos vecinos por la puerta con su perro.  Contemplan el jardín.  —Mira, la vecina ha plantado un naranjo.


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